Un ensayo fotográfico sobre
mujeres en reclusión.
Por Patricia Aridjis.
"¿Qué harías
si te robara?"- Me preguntó Natalia con cierta
malicia. –"No lo harías"- le respondí.
Al escuchar nuestra conversación, Juan Carlos, el hijo
de cinco años de la interna gritó: "¡No,
mamá, no lo hagas porque te meten a la cárcel!"-
-“La cárcel no existe”- aseguró
la mujer después de un breve silencio –"¿En
dónde está la cárcel?",- pregunté
al niño en la celda de su madre -“Allá
fuera, donde están los policías”- respondió
señalando a la ventana.
Conversación con Natalia
y Juan Carlos en la prisión de mujeres en Tepepan, Ciudad
de México, 2002.
La cárcel de mujeres encierra
cientos de historias tristes, historias de abandono, de maltrato,
de amores incondicionales; historias contadas una y otra vez como
una letanía dolorosa que no se puede olvidar. Para entrar
hay que recorrer un largo túnel que conduce a un mundo
femenino casi en su totalidad, un mundo sin colores vivos, sólo
beige y azul marino de los uniformes. Un sello invisible sobre
el antebrazo hace la diferencia entre los que van de visita por
unas horas y los que se quedan por años o simplemente nunca
salen. "Llevo siete años, cuatro meses y dos semanas."
Cuentas exactas, interminables. Tiempo que transcurre lento y
de pronto se convierte en años. Horas negras.
Las visitas representan un hecho
especial, son aire fresco, libertad que viene del exterior.
Hay niños que ahí
nacieron, y sus ojos nunca han visto otra luz más que aquella
que pasa a través de las rejas. Sobre todo, los que no
tienen quién se haga cargo de ellos fuera del penal. En
ese caso, quedan bajo la custodia de instituciones gubernamentales
así como cuando se cumple el periodo permisible que marca
la autoridad.
-¿Dulce, por qué vienes?
-Por daños a la salud
-¿Cuántos años traes?
-Diez
-¿Dónde te agarraron?
-En el aeropuerto
-¿Con cuánto?
-Con dos kilos
-¿Cuál es tu causa?
-Mi mamá.... María.
Estas son las palabras que memorizó Dulce.
Una niña de cuatro años quien nació durante
el tiempo que su madre permaneció en prisión.
Al cruzar la reja, los objetos
adquieren otro valor. Ya sea porque no están permitidos,
como es el caso de las tijeras, los perfumes en botella de vidrio,
los espejos. O porque sin dinero es casi imposible adquirirlos.
Cosas tan básicas como un jabón, un desodorante
o un rollo de papel de baño. Una tarjeta telefónica
es oro molido, pues el teléfono se convierte en una de
las pocas formas de mantener contacto con el exterior. La visita
familiar es otra manera, aunque es común que las reclusas
sean olvidadas por la pareja y a veces por los familiares más
cercanos. Hay que ganarse la cama. Cada celda es habitada por
alrededor de 15 internas, a pesar de que la extensión de
estos lugares no rebasa los 9 metros cuadrados. De modo que hay
quien duerme en el piso y hasta debajo de la cama. Conforme unas
se van yendo, las de más tiempo se ganan la cama. Otra
forma de obtener este privilegio es con dinero, pues alguien que
por antigüedad obtuvo su lugar puede venderlo a quien acaba
de llegar.
El amor en tiempos de
encierro.
Con frecuencia, el amor se toma
de la persona más próxima, de la que las entiende,
de la que está en la misma situación, de la que
no las deja, al menos ahí. Silvia y Claudia se conocieron
en el reclusorio, se enamoraron, se han amado día y noche,
según las circunstancias lo permiten, pues la intimidad
en prisión es algo muy público. Silvia cumplió
su sentencia al poco tiempo de establecer esta relación.
No aguantó estar afuera, sin la que ella considera el amor
de su vida. Fue entonces cuando planeó simular un robo.
Le pidió a un amigo que la “acusara” para que
pudiera ingresar de nuevo al reclusorio Oriente y estar otra vez
con Claudia.
Para hacer este trabajo fotográfico
me planteé estar por largas horas en el interior de algunos
reclusorios para mujeres, principalmente en el Distrito Federal.
Considero que sólo así podría captar, en
la medida de lo posible, los sentimientos que rondan por las celdas
y los pasillos de este lugar. La soledad; el lesbianismo como
una forma de subsanar las necesidades afectivas; el auto flagelo
y el intento de suicidio, heridas que como bocas abiertas en las
muñecas de las manos piden atención. Las drogas
para evadirse; la maternidad; la solidaridad, En fin, la vida
siempre limitada por torres, por celadoras, por puertas y horarios.
Las horas negras. Mi compromiso encontró las palabras precisas
para ser descrito mientras retrataba a una mujer en su celda.
Ella me pidió que la fotografiara porque era la única
forma de salir de ahí.
Patricia Aridjis, Mexico 2004
pataridjis@yahoo.com.mx
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