Marcelo me muestra una foto que le tomó a su hermano cuando su hermano tenía doce años. El hermano de Marcelo se llama Fernando. Es una foto extraña. Fernando está sentado en la cama y mira a la cámara con la cabeza levemente ladeada hacia la izquierda. Pero no tiene rostro. Una luz inesperada y violenta veló sus rasgos. Fernando habrá de desaparecer a los veintidós años. Será una víctima más de un país arrasado por la obscenidad de la muerte sin cuerpo, sin tierra, sin reposo. Esa foto suya presagia el destino último que los verdugos quisieron depararle a su rostro: borrarlo de la realidad, de la existencia y de la memoria. Supongo, entonces, que uno de los intentos más hondos que Marcelo se propone al urdir este libro es devolverle a su hermano el rostro que tenía; trazar otra vez esos rasgos con amorosa terquedad, con obstinación militante, ganándole —en cada leve matiz que el amor y la voluntad del amor puedan restituir a esa cara— un espacio a la muerte, un espacio al olvido.

Cuando las desdichas son desmesuradas se corre el riesgo de la abstracción. Nos dicen diez mil, quince mil, treinta mil y la cifra nos horroriza. Pero es el horror de la cifra, no el de las personas. De aquí que las madres de los ausentes, de los desaparecidos, enarbolen sin fatiga pancartas que exhiben esos rostros. "Mírenlos", dicen, "eran así. No eran un número. Eran estas caras que están viendo. Y cada una de esas caras era la de un ser que deseaba vivir y amar y luchar." La restitución del rostro sólo surgirá de la obstinación de la memoria. Por eso, éste es el libro de un fotógrafo. De un hombre que ha elegido la profesión de ver, la profesión de la mirada.

También —y no en menor medida— es el libro de un poeta. La búsqueda, aquí, se realiza por medio de la palabra. La búsqueda es siempre expresión. Y el primer poema de un libro de Marcelo que se llama Parábola dice, en un descarnado arreglo de cuentas con su país impiadoso, algo tan desolado como esto:

"Muertos, muertos/ eso también me diste, Argentina/ y no es que no te quiera/ pero los amigos, de esos que son pocos/ los hermanos, que no nacen de nuevo/ con qué, con qué/ con nada".

Marcelo viene a mi casa y me trae fotografías y viejas películas familiares. Ahí está Fernando en un picnic.Es un fin de semana de una típica familia porteña. Alguien, a quien mi mujer y yo conocemos y que ahora —dice Marcelo— se ha deslizado en las sombras de la locura, pasa con una tira de asado rumbo a la parrilla. También está Marcelo en ese picnic. Y está muy lejos de tener las canas que tiene ahora y muy lejos de sospechar el dolor que traerá el futuro. Y vuelve a aparecer Fernando. Y camina con agilidad, y sonríe despreocupado. Y Marcelo dice: "Ahí tenía diecisiete años". Y añade: "Eran los últimos años de su vida". Y lo dice con naturalidad. O más exactamente: aprendió a decirlo con naturalidad a fuerza de tanto decirlo. A fuerza de tanto decir que su hermano vivía a los diecisiete los últimos años de su vida porque lo mataron a los veintidós. Pero en ese momento —en el exacto momento en que Marcelo dice "eran los últimos años de su vida"— yo, que estoy junto a él mirando la imagen viva de Fernando en ese picnic familiar, siento el escándalo, la mutilación infame del crimen perpetrado. Un hábito del lenguaje dice que la víctima de un asesinato "pierde la vida". También se dice "Ie quitaron la vida". Juro que jamás sentí la verdadera intensidad de esas expresiones como en ese instante. A Fernando le quitaron la vida, se la hicieron perder. No es justo, no es tolerable que alguien sea condenado a vivir "Ios últimos años de su vida" a los diecisiete. No es justo, no es tolerable que una pandilla de verdugos le arranque a un chico el futuro, la vida entera, la posibilidad de la alegría, de la desdicha, del error, del arrepentimiento, de la reflexión, de la madurez, del juego, la locura,la pasión, y la vejez, y la decadencia y hasta la muerte, pero la propia muerte, la que uno se gana y trabaja y macera a lo largo de su vida; la que uno, en el final, enfrenta con resignación, o con temor, o con bronca, o con lo que sea. Pero la propia muerte, no la muerte atroz de los verdugos.

Otra foto de este libro es la de Marcelo y Fernando parados en un lugar en el que hay un cartel y el cartel dice: "Prohibido permanecer en este lugar". Creo que simboliza a una generación que ocupó los lugares prohibidos, que se le animó a lo establecido, que se enfrentó a todo con el coraje intelectual y ético de cuestionarlo profundamente. "Estamos aquí", dicen Fernando y Marcelo, "precisamente por eso: porque está prohibido". Y también: "Porque somos nosotros quienes queremos establecer nuestros límites". Así lucen los rostros de los otros muchachos y chicas de este libro, los muchachos y las chicas del Colegio Nacional de Buenos Aires: lanzados hacia el futuro, desplazando los límites, ensanchando la realidad hasta llevarla a la dimensión de sus deseos.

Y vuelvo al poema de Marcelo. Habla de la Argentina y de los muertos, los muchos muertos que le dio. Y le confiesa que no es que no la quiera, porque, es cierto, todos queremos a este país. Pero los hermanos no nacen de nuevo. Y entonces, desesperanzado, dice: con qué, con qué, con nada. Con nada no, Marcelo. Por ahora, con este libro.

 

 
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