La máscara ocupa un lugar
particular en la cultura mexicana, que no se limita
solamente a cultos, ritos y festividades. Esto se ha hecho
cada vez más evidente a lo largo de mi trabajo tanto
tiempo desarrollado sobre la lucha libre. Es precisamente
ahí donde se me revela el mito y la carga de la
máscara en los más diversos aspectos de
nuestra vida nacional. Por eso, la tesis que sustenta mi
trabajo se fundamenta precisamente en las fotografías
de Blue Demon, el luchador, y la cabeza prehispánica
de Cholula. Ambas se me revelan como punta de lanza que
ayudan a decifrar la multiplicidad de mitos que la
máscara encarna.
De hecho, los luchadores de lucha libre son quienes han
traído este sentido de la máscara a la
modernidad. Luego de ellos, otros protagonistas de la vida
colectiva actualizan el mito enmascarado en las luchas de
los propios tiempos.
Porque es en la lucha, la lucha libre, la lucha social, la
lucha por la vida, que la máscara ha sido
resignificada; no hay distancia entre su uso utilitario y el
impacto de sus más profundos referentes.
La máscara encarna un mito y el enmascarado nos
revela su lenguaje cifrado. No tenemos que ir muy lejos para
comprobarlo: en Chiapas la población encapuchada
lleva implícita en sus máscaras la
protección incomparable de la lucha zapatista. En la
capital, un cura enmascarado sostiene un orfanato con sus
luchas - la libre y de la otra -.
Nuestra historia cuenta también con un embrión
de candidato que representa al "tapado". Ya tuvimos un
candidato presidencial enmascarado. Y en toda la
república, danzantes y otros enmascarados representan
a un sólo tiempo, en los ritos y en las fiestas, la
recuperación de lo antiguo y la lucha de la
resistencia.
En México, política y cultura, rito y
sobrevivencia se condensan. Los contiene la máscara
que en sí misma es un significante central de nuestra
cultura enmascarada.
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