Chiapas: The End of Silence
Antonio Turok
I have been a photographer all my life and most of it I have worked in San Cristóbal de Las Casas, the old colonial capital of Chiapas. The city sleeps in a circle of cold volcanoes. Despite television, tourists, and periodic upheavals, the provincial culture remains aloof from the outside world. When I first arrived, the town had few cars and fewer phones. The courtyards rang with the sounds of blacksmiths, anvils. Gossip was an art form; we relied on rumors for the news. At night the town vanished like a widow in black, and every morning the houses built themselves out of walls of mist. Crosses on the rooftops guarded against evil spirits. The mestizos in the valley and the Maya in the mountain villages beyond lived in separate universes. While the mestizos worshiped the saints in the hush of the gold cathedrals, the Maya made offerings to the older gods of earth and rain. The atmosphere possessed a primordial power that could erupt into chaos or grace.
Now the city shakes with traffic and tour buses and practically everyone owns an Instamatic. Out in the villages the camera is still a dangerous curiosity. The Maya are proverbially shy of the camera. Although they like to have their portraits taken, they seldom smile when I say "cheese. (Women hide their laughter behind their shawls because, in Maya lore, teeth represent death.) Pictures of foreigners are indistinguishable; we all look the same.
I am a complete outsider, born in Mexico City, half-American, white, privileged, educated. I am an aberration, a ghost, a creature out of a dream. What I do for a living makes little sense to them. Maya artisans define the beautiful pot or intricately woven textile design as "well-made, well-dreamt, the sublime result of skill and inner vision. No one bothers to ask whether my photographs are documentary or aesthetic works of art. If my subjects recognize themselves and their favorite possessions in the frame, they are satisfied. Needless to say, my photos of Tzotziles and Tzeltales convey cultural information without my even trying. But to get inside the daily lives of Maya Indians, and equally remote mestizos, demands nerve and reserve.
I have had to lose my self before being allowed to take a picture. The "I" behind the camera is a ghost, running on sheer instinct, intuition, awe.
The first images I took in the Highlands of Chiapas were in 1973, when I was seventeen years old and my conception of life and death was lighter. I was an itinerant photographer, a youngster fleeing the horrors of the city in order to explore a different culture. I had a tremendous desire to capture the beauty around me before it escaped.
Early on, I was lucky enough to meet Mol Comate, the ritual leader of Chenalhó. I spent the day snapping photos, and finally the old man asked why I was taking so many pictures.
"It,s the only thing I know how to do, I answered.
"Well, he said, "Don,t you know how to make love?
That was ages ago, before I learned how to prowl, to watch what was in front of me and to recognize the right moment. Beauty does not escape; it goes deeper. Under the surface, under the skin, in the caves of the Earth Lord and in the caves of the heart, something was stirring. This world would not hold still, and my photographs were moving like the weather. Maybe the Maya shamans knew which way the wind was blowing.
Standing on the edge of joy and despair, I focused my lens at people, landscapes, fiestas and eventually produced abstractions of this extraordinary, ordinary, everyday reality in shades of black and white: the black and white of opposition, the black and white of balance and harmony.
The End of Silence reflects this complex world and my transformation within it, from my first views of a timeless society to a confrontation with the deeper realities of the human predicament. My growing sense of desolation was mirrored on the streets, in the faces of bewilderment, helplessness, and fear. I longed to change things and at the same time, stop the clock. Out of thousands of photographs I have put together a mosaic of images that embrace daily experiences, some intimate and some historic. A few images transcend aesthetics and style, and others contain an inevitable sense of the moment.
Chiapas: El fin del silencio
Antonio Turok
Toda mi vida he sido fotógrafo y la mayor parte
de ella he trabajado en San Cristóbal de las Casas, la antigua capital
colonial de Chiapas. San Cristóbal duerme en un círculo de
fríos volcanes. A pesar de la televisión, de los turistas
y de los cataclismos periódicos, la cultura provinciana permanece
distante del mundo exterior. Cuando llegué por primera vez, en la
ciudad eran escasos los coches y los teléfonos. En los patios se
oían los yunques de los herreros. El chisme era una formade arte;
las noticias eran rumores. Por las noches, la ciudad se desvanecía
como una viuda vestida de negro y cada mañana las casas se reconstruían
entre muros de niebla. Las cruces en las azoteas guardaban contra los malos
espíritus. Los mestizos en el valle y los mayas en los pueblos de
las montañas llevaban vidas aparte. Mientras los mestizos adoraban
a los santos en el silencio murmurante de las catedrales de oro, los mayas
hacían ofrendas a sus antiguos dioses de la tierra y de la lluvia.
La atmósfera estaba cargada de un poder primordial que podía
estallar en el caos o en la gracia.
Ahora la ciudad vibra de tráfico y de autobuses de turistas y prácticamente
todo mundo tiene una Instamátic. En los pueblos de las montañas,
la cámara todavía es una curiosidad peligrosa. Los mayas son
proverbialmente desconfiados de la cámara. Aunque les gusta ser retratados,
rara vez sonríen. (Las mujeres ocultan su risa con sus rebozos pues
en la tradición maya los dientes representan la muerte.) Las fotos
de los que vienen de fuera son indistintas; todos nos parecemos.
Yo soy un ser marginal por completo, nacido en la ciudad de México, mitad estadounidense, blanco, privilegiado, educado. Soy una aberración, un fantasma, una criatura salida de un sueño. Lo que yo hago para ganarme la vida no tiene ningún sentido para ellos. Los artesanos mayas califican una hermosa pieza de cerámica o un intrincado diseño brocado de "bien hecho, bien soñado, el resultado sublime de la destreza y de la introspección. A nadie le preocupa si mis fotografías son documentales u obras de arte. Si mis modelos se reconocen a sí mismos y ven sus posesiones favoritas dentro del cuadro, se sienten satisfechos. No es necesario decir que mis fotografías de tzotziles y tzeltales incluyen información cultural sin siquiera yo intentarlo. Pero penetrar en la vida cotidiana de los indígenas mayas y de los igualmente distantes mestizos requiere tenacidad y reserva.
He tenido que perder mi yo antes de que se me permitiera tomar una foto. El "yo detrás de la cámara es un fantasma que se mueve por puro instinto, intuición, reverencia.
Las primeras imágenes que tomé en Los Altos de Chiapas son de 1973, cuando tenía diecisiete años y mi concepción de la vida y la muerte era más trivial. Yo era un fotógrafo itinerante, un joven que huía de los horrores de la ciudad para explorar una cultura distinta de la mía. Sentía un deseo incontenible de capturar la belleza que me rodeaba antes de que se desvaneciera.
Pronto tuve la suerte de conocer a Mol Comate, autoridad ritual de Chenalhó. Me pasé el día tomando fotos, y finalmente el viejo me preguntó por qué tomaba tantas fotos.
--Es lo único que sé hacer --le respondí.
--Bueno --dijo--, ¿y no sabes hacer el amor?
Eso fue hace años, antes de aprender a andar al acecho, a mirar lo que estaba frente a mí y a reconocer el momento preciso. La belleza no escapa; se profundiza. Bajo la superficie, bajo la piel, en las cavernas del Señor de la Tierra y en las grutas del corazón, algo se estaba moviendo. Este mundo no se estaba quieto y mis fotografías se movían con el clima. Quizá los chamanes mayas sabían de dónde soplaba el viento.
Parado en el filo entre la alegría y la desesperación enfoqué mi lente a la gente, al paisaje, a las fiestas y a la postre produje abstracciones de esta extraordinaria, ordinaria, realidad cotidiana en tonos de blanco y negro: el blanco y negro de los opuestos, el blanco y negro del equilibrio y la armonía.
El fin del silencio refleja este mundo complejo y mi transformación dentro de él, desde mi visión inicial de una sociedad intemporal a la confrontación con las más profundas realidades de la condición humana. Mi creciente desolación se veía reflejada en las calles, en los rostros de perplejidad, desamparo y temor. Anhelaba cambiar las cosas y al mismo tiempo detener el reloj. A partir de miles de fotografías he reunido un mosaico de imágenes que abarcan la vida cotidiana, algunas íntimas, otras históricas. Unas cuantas imágenes trascienden la estética y el estilo mientras que otras contienen un inevitable sentido del momento.