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Anoche dormí bien, cómoda y arropada en el silencio y la oscuridad total. Para desayunar tomé una taza de café humeante y pan de dulce, sentada al sol. Pero me siento cruda, cansada, usada y denigrada. Siento como si unas manos gordas y pegajosas de hombre hubieran tocado mi cuerpo, me arde la garganta por el humo viciado de los cigarros, y me llega el olor de la cerveza tibia y ya sin gas. He terminado Boystown. Cuerpos baratos, ropa barata, cerveza barata, cigarros baratos, sexo barato, amor barato. Nada es puesto en tela de juicio, todo es aceptado por lo que falsamente aparenta ser. Las mujeres y los hombres (y ocasionalmente los niños), retratados en estas fotografías anónimas de recuerdo tomadas en los años setenta en las zonas de tolerancia, nunca supusieron que su retrato acabaría en un libro de fotografías de arte en tiempos posmodernos y posfeministas. "Quizá el poder de estas fotografías haya que ubicarlo en el hecho fundamental de que no crean o alimentan ningún mito", escribe el fotógrafo Keith Carter en su ensayo al final del libro. No hay dónde esconder nada y de todos modos su intención no es esa; han llegado aquí, a la Zona de Tolerancia, para hacer justo lo contrario. Esto nos podría inducir a sacar conclusiones poéticas sobre lo que estas fotografías expresan acerca de las necesidades y los deseos humanos fundamentales, y sobre los modos y los lugares que hemos inventado para satisfacerlos; conclusiones sobre la universalidad de la lujuria y de su satisfacción entre todos los hombres y todas las mujeres (aunque funcione muy diversamente en ambos sexos); sobre el hecho de que la prostitución, en sus varias modalidades, nunca ha estado del todo ausente de la experiencia humana; sobre la trascendencia de la belleza que puede ser hallada en cualquier parte; sobre la atracción específica y la estética particular de una forma de vida underground llena de riesgos. Para mí, este libro es sobre las mujeres. Aunque son los hombres los que hacen los avances (son ellos los que besan, los que manosean, los que las agarran y, con mayor frecuencia, los que se aferran posesivamente a ellas ); los hombres que han atravesado muchas millas de desierto para llegar ahí; los hombres que vienen en busca de un servicio y pagan por él, son, en estas fotografías, personajes unidimensionales. Son obvios y dan lástima. Las mujeres, al contrario, están muy presentes, tanto para la cámara como, al parecer, para ellas mismas. Mi experiencia al respecto fue similar a la de Carter: "Al verlas por primera vez, pensé que las mujeres parecían estar comprensiblemente distantes. Después de mirarlas con detenimiento, me pareció que sí estan distantes, pero sólo de los hombres que las acompañan; para el fotógrafo están presentes plenamente". Los hombres dan lástima porque están tan manifiestamente inconscientes de que el cuerpo al que se aferran está en otro mundo; no está lejos, no es un ensueño ni les es negado, pero tampoco participa en su fantasía sólo participa en la medida que lo permite la pequeña bolsa con cambio que está sobre la mesa repleta de botellas de cerveza que aparece en el primer plano de la mayoría de las imágenes. Muchas de las miradas de las mujeres pueden ser un guiño al fotógrafo: "¿Puedes tú creerlo?"
Su expresión facial y su lenguaje corporal tiene sorprendentemente poco que ver con el momento físico. Incluso cuando se colocan en una pose sensual, su falta de entusiasmo es tal que es difícil creer que el cliente quedara satisfecho. Ninguna de las fotos de Boystown es verdaderamente sensual. No hay placer, ni sensualidad -una mano sostiene un seno, pero no hay ninguna sensación ni interacción visibles. Aunque el sexo esta ausente en estas fotografías, sería imposible confundir a una de estas parejas con una pareja en un comedor junto a la carretera; lo que se revela es una compleja farsa de romance y compañerismo, y de explotación y necesidad. Una de las primeras páginas del libro es una serie de retratos de prostitutas en el estudio de un fotógrafo (es decir, posando solas, con la vista al frente, con una cortina andrajosa o una pared vacía al fondo). En este caso, las mujeres están lejos de ser intercambiables entre sí (aunque Cristina Pacheco escribe en su ensayo que funcionan -si no es que llegan a sentirse- como "todas las mujeres y ninguna"). Algunas de ellas nos parten el corazón por lo acabadas que están, unas cuantas muestran timidez o expresan su sensualidad, una de ellas ríe abiertamente y otra sonríe con una expresión gentil y amable que podría encontrarse en cualquier parte. Hay una mujer de mediana edad con una peluca rubia que sólo sirve para hacer que se vea fuera de lugar. Algunas mujeres parecen esposas golpeadas, objetos usados, niñas de las que se ha abusado. Algunas usan tanto maquillaje en los ojos que el resto de su cara se vuelve invisible. Algunas tienen rasgos masculinos, otras son gordas, algunas se divierten, algunas son bellas. No podemos dejar de preguntarnos acerca del lugar en donde viven y sobre lo que están pensando. No podemos dejar de preguntarnos sobre qué tanto nuestras experiencias físicas forman parte de nuestro espíritu. ¿Es posible sobrellevar esta dura existencia física, o bien, aunque conserves tus recuerdos y mantengas tu distancia, es eso lo que te define? Muchas de las mujeres fotografiadas, ¿se ven incómodas por la imposibilidad de alcanzar una pose glamorosa en el lugar de la Tierra más lejano de Hollywood? ¿Es por lo apretado del vestido de material sintético en que se han metido? ¿Es por la cámara rentada por los clientes que las captura en un "universo de dos dólares"? ¿O quizás sea su vida misma la que las haga sentirse incómodas? Probablemente, los fotógrafos que deambulaban por estos burdeles y las mujeres que trabajaban ahí se veían noche tras noche; no hay ningún artificio entre ellos, inclusive en este contexto que parece necesitarlo. En algunas imágenes parece existir cierta familiaridad o ternura entre el cliente y la prostituta, y me permito imaginarme que hay una relación más profunda entre ambos. Pero a pesar de estos aspectos que hacen que los retratados existan como individuos, después de páginas y páginas de tomas de hombres-borrachos-manoseando-mujeres-medio-desnudas, comienzan a verse todas iguales. Cuando llegué a la página en la que sentí que ya no podía más, habiendo alcanzado cierto tedio o hartazgo, la naturaleza de las fotografías cambió. Una mujer con la cabeza vendada yace en su cama, sola. En otra, unos niños invaden las faldas de quien podría ser una joven madre con su propia madre. Es interesante notar que la mirada de las mujeres está velada; no es fría, pero tampoco invitante. Es su mundo privado y no tienen motivo para dejarnos entrar.
Bill Wittliff, el coleccionista de estas fotografías anónimas, comenta que hay más: "además de las fotografías comunes de fiestas, había retratos de prostitutas, tomas de los personajes callejeros, de los botones, de los músicos, de hecho una muestra completa de ese mundo enclaustrado..." Como estudio sociológico o histórico, este libro estaría más completo si se mostrara también al resto del pueblo y más de la vida privada de las trabajadoras sexuales. Estamos ya tan acostumbrados a las investigaciones sobre ese "otro lado" que buscan exhibirlo y mostrarlo todo, que el libro parece extrañamente confinado por los muros de los burdeles. Por lo tanto, esta colección de fotografías es un desafío para el lector. Si se está dispuesto a aceptar lo que el libro muestra, y aún así intentar comprender lo que no revela, este es un libro muy poderoso. Los ensayos hace alusión al resto del lugar, y a las historias de los personajes, pero las fotografías nos fuerzan a entender el factor decisivo: la noche. Y sin embargo, en ese contexto, "...la humanidad que se refleja en esos rostros parece llevarnos a encarar cualquier verdad que se oculte detrás" (Carter).
Si antes de ver las fotografías hubiera leído la descripción hecha por Keith Carter del lugar llamado Boystown, las vidas y las actividades retratadas hubieran sido más claras, y más horribles. Antes de haber entendido de qué clase de lugar se trataba y sólo sabía que era un puñado de burdeles del lado mexicano de la frontera entre México y Texas, podía imaginarme historias sobre las vidas de las mujeres, reflexionar sobre la dinámica cultural entre Estados Unidos y México, y hasta disfrutar de las hermosas reproducciones de estas fotografías rescatadas del olvido. La descripción que hace Carter, sin embargo, es espeluznante. "Estaba rodeado por una pared de adobe y bloques de concreto a la que se le había puesto alambre de púas y vidrios rotos... Al nivel más bajo de la escala, se encontraban las celdas -dispuestas a lo largo de muros con puertas y ventanas que se repetían- y afuera de cada una había una prostituta sentada, cada una más vieja y más fea que la anterior". Más cargadas hacia lo amargo que hacia lo dulce, estas fotografías, a pesar de ser de un mundo que giraba en torno a lo que es el amor y el sacrificio, son testimonios del daño que nos causamos en nuestra búsqueda desesperada por aliviar el dolor de la existencia. Boystown:
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