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Cartelera ambulante © Pedro Meyer


El espejo africano

por Juan Villoro

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Hace unos meses vi una película china que comenzaba con una travesía en una barca. Para matar el aburrimiento, unos pasajeros enviaban mensajes por teléfonos celulares y otros se leían la mano. Dos sistemas de comunicación coincidían en ese viaje: la telefonía satelital y la quiromancia. Los artificios de la tecnología se mezclan con lejanas formas de comportamiento.

¿Hasta dónde lo atávico coexiste con lo nuevo? Ciertos malentendidos aclaran la realidad y uno de ellos me permitió un acercamiento insólito a internet. Me presentaron a un escritor negro que hablaba francés y había errado por varios países en busca de refugio. Como mi francés es deficiente la conversación progresó entre lagunas de incomprensión. Creí entender que era un "autor de chat". Me pareció interesante que las nuevas tecnologías determinaran la forma de su escritura. Me habló de la oralidad y el sentido tribal de la narración, la polifonía de voces que se mezclaban en la página. Pensé que, en efecto, los usuarios conectados en la red representan una comunidad que reclama un testimonio múltiple. La red como fogata virtual donde los peregrinos cuentan sus historias.

El escritor habló de la polifonía y las tradiciones de su país, que privilegian el relato colectivo. Puesto que internet es un espacio deslocalizado, que reúne a gente dispersa, le pregunté si registraba testimonios francófonos ajenos al dominio africano. Entonces me vio como si yo fuera un marciano y volvió a explicar todo desde el principio: ¡no era un autor de chat sino de Chad! La oralidad a la que se refería no era resultado de una nueva tecnología sino de una arraigada tradición.

Pese a todo, mi disparatada interpretación de sus palabras no había estado tan lejos del sentido profundo de la red. La comunidad virtual permite un regreso a formas ancestrales de comunicación colectiva.

Para quienes crecimos en la era de los electrodomésticos, lo nuevo ofrece virtudes en las que confiamos sin mayor deseo de comprenderlas. Es posible que los bebés de la era digital crezcan sin saber cómo funciona un iPod. Pero ese leve artificio no les parecerá extraño. En cambio, alguien que se consideró moderno por usar una licuadora de seis velocidades ve con asombro lo que va más allá de la electricidad que se controla con botones.

El Siglo de las Luces prosperó sin focos. ¿Qué sentiría Diderot ante la posibilidad de encender la realidad con un switch? ¿Podría tolerar la existencia de todos esos aparatos de los que no habla su Enciclopedia?

Sin llegar a esa extrañeza, quienes pertenecemos a la primera generación que tuvo en sus manos computadoras personales, nos sentimos a veces como viajeros del tiempo. Nuestro entorno coincide con utensilios de ciencia ficción, o por lo menos con aparatos que desafían el entendimiento.

Las personas adiestradas en tradiciones lentas -los tiempos en que había que esperar un año para que te instalaran un teléfono- tienen ahora la desconcertante posibilidad de hacer contactos instantáneos.

Una forma de apropiarnos de un invento raro consiste en atribuirle una vida que no le pertenece. Pensé en esto durante un congreso de escritores donde un novelista no se apartaba de su lap-top. Supuse que temía perder alguna información supervaliosa, pero se trataba de algo más. Cuando le tocó exponer, leyó directamente de la pantalla. Pidió disculpas por ese gesto, que a algunos podía parecerles frío, pero que para él era lo contrario: "Hace año y medio me separé de mi mujer", comentó con voz entrecortada, "ahora la computadora es mi pareja". La confesión fue recibida con el respeto que suscitan los detalles íntimos que no queremos oír. Me conmovió la soledad de mi colega y la forma en que una prótesis informática le servía de compañía. ¿Qué podíamos hacer por él? Me hubiera encantado presentarle a una amiga. Como no estaba en condiciones de hacerlo me sentí tentado a ofrecerle mi computadora para que al menos tuviera un affaire con ella.


El escape... © Pedro Meyer

Cuando esto sucedió, me sentí testigo de una historia ajena: ese colega humanizaba en exceso su computadora. Seguí viajando en compañía de mi G-4 hasta que, hace una semana, sufrió un accidente. Cayó al piso y cuando la encendí en mi hotel, la pantalla mostró un diseño con edificios de translúcida modernidad. Pensé que se trataba de un mensaje promocional. Estas ideas (mejor dicho: estos disparates) revelan una relación irracional con la tecnología. Para empezar, no se trataba de edificios sino de barras de color, provocadas por el golpe que la computadora había sufrido. Además, no podían haber entrado a mi computadora sin pasar por una conexión a internet. Mis fantasías negaban lo evidente: la computadora había expirado. Una diagonal negra atravesaba la pantalla: sangre de plasma. Sé que la expresión es incorrecta, pero es la úni- ca que me permite describir lo que pasó.

Había usado el teclado durante tantos años que las letras estaban borradas. Si alguien me preguntaba dónde se encontraba la "e", no podía decirlo (además, fue la primera en desaparecer, dada la constancia con que la uso); sin embargo, mis dedos la activaban por su cuenta cuando yo escribía.

Entendí la soledad del colega que hace unos años me pareció un hombre excesivo, un fetichista de los aparatos. Vi la pantalla como un espejo roto. ¿Me traería siete años de mala suerte?

Durante 10 años el objeto más usado por mí se había vuelto progresivamente desconocido. Ni siquiera sabía dónde tenía las letras, pero podía seguirlas de manera intuitiva, como quien sigue las líneas de una mano.

Lo único que en verdad entiendo de la computadora es su ausencia. Ahora que no está le escribo estas palabras, en un aparato prestado, donde me equivoco una y otra vez.

Las novedades radicales remiten al origen. Cada nueva computadora es un espejo africano.

 


Juan Villoro
prfziper@gmx.net

Mayo, 2008

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Juan Villoro

Juan Villoro nació en el Distrito Federal el 24 de septiembre de 1956. Estudió la licenciatura en sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Condujo el programa de Radio Educación, “El lado oscuro de la luna” y fue agregado cultural en la Embajada de México en Berlín, dentro de la entonces República Democrática Alemana. Fue director del suplemento “La Jornada Semanal”, además de impartir talleres de creación y cursos en instituciones como el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Nacional Autónoma de México.

Ha colaborado en revistas así como en periódicos y suplementos. Fue becario del INBA en el área de narrativa y del Sistema Nacional de Creadores Artísticos. Obtuvo el premio Cuauhtémoc de traducción y el Premio Xavier Villaurrutia en 1999.



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