por Benjamin Mayer-Foulkes
Recuerdo ahora mi primera fotografía: un borreguito negro que había nacido de una borrega blanca. En 1947 caminaba por el valle de la Marquesa con mi primera cámara, una Brownie. Observé entonces una oveja que estaba pariendo; no salía de mi asombro al ver que esa oveja blanca daba a luz a un borreguito negro. Preparé mi cámara y disparé hacia esa oscura ovejita que se tambaleaba frente a mí.
Con Herejías, Pedro Meyer deja de ser un fotógrafo de 400 imágenes. Aunque estos pocos centenares de fotografías han brindado un sólido sustento a su prestigio, históricamente ha habido una gran desproporción entre su producción y su obra publicada. Hoy el total de su obra suma más de 300,000 fotografías. El diferencial entre 400 y 300,000 no sólo es inmenso, es enigmático. “¿Para qué habré tomado tantas fotografías, si ni siquiera las exhibía?”, se pregunta Pedro.
“Soy un hombre—cámara”, resume. Desde temprana edad la fotografía ha sido una presencia permanente en su vida: “En ciertos momentos de aguda pena personal, captar imágenes era para mí la única posibilidad de tratar de comprender más adelante lo que pasaba.” La fotografía ha sido el mayor de los órganos del cuerpo imaginario de Pedro Meyer, su piel misma: la fotografía le ha brindado estructura a su persona, lo ha protegido, ha posibilitado sus percepciones, ha promovido su contacto con los otros y ha facilitado sus capacidades de articulación. Pero, además, dicha epidermis subjetiva ha sido resguardada, regenerada, reforzada, extendida y ensanchada por una potentísima prótesis: la digitalidad.
Meyer fue el comprador de la primera Apple vendida en México. Al encenderla se produjo un parteaguas en su vida; las implicaciones de la informática le parecieron inmediatamente obvias y deseables. Sabemos de los muchos años que ha pasado abogando a favor de la fotografía digital, batiéndose con otros; pero la virulencia de la pugna sólo se entiende al tomar en cuenta su trasfondo religioso. Pues la digitalidad es mucho más que un nuevo modo tecnológico: el paso de lo analógico a lo digital es el correlato de la ruptura radical de cierto orden teísta. El desplazamiento de la jerarquía por la red, la sustitución de la transmisión unidireccional por la interactividad, y el paso de la unicidad a la multiplicidad suponen -en conjunto- dejar atrás aquella teo—lógica según la cual un punto central, de sí mismo absoluto, da lugar a una serie de términos derivados, más y más infieles a su origen.
En el caso de Herejías, la interfase digital permitió a Pedro franquear las oposiciones tradicionales entre lo privado y lo público, lo abarcable y lo inabarcable, para hacer emerger –a partir de la invitación a montar una exposición retrospectiva en el Centro de la Imagen- esa formidable epidermis procurada por él durante tantas décadas, más por una pulsión íntima —cuya última capacidad es deicida— que por un afán de comunicar. Oportunidad determinante, ésta, para que ese aparato fotográfico, antes omnipresente en su vida familiar y personal, se transfigurara en un dispositivo cuyo alcance lo hiciera extensible a una colectividad indeterminada de sujetos sin una espacialidad o temporalidad precisas.
Por eso, Herejías no es el ordenamiento final de una larga trayectoria creadora; su tiempo no es el de una historia que revelaría una verdad pasada, sino el de la promesa de un entendimiento siempre por venir. Observar sus imágenes es invocar la posterioridad de una comprensión de la que carecemos en el presente. De ese modo, Herejías lleva a cabo con la retrospectiva lo que ya se ha producido en nuestra actualidad crítica con el autorretrato y la autobiografía, géneros que no hacen sino destruir aquello mismo que fingen representar: así como el sujeto es en verdad el residuo dejado atrás por las operaciones del retrato y de la escritura del yo, así también la sustancia activa de Herejías es aquello mismo desechado por la retórica del gesto retrospectivo —la prospectiva de una obra y de una vida siempre en ciernes.
De entre todos los relatos que le he escuchado a Pedro, ninguno me ha parecido condensar tan llana y precisamente el ánimo común a su persona y a su producción que el recuerdo de su primera imagen, hoy extraviada (y por consiguiente aún no incorporada a Herejías). El primer retrato de Pedro, en cuya producción posterior tanto abundan los retratos como los autorretratos, puede considerarse asimismo como su primer autorretrato.
Pedro dice siempre haberse sentido como un outsider. Cuando asistía a la escuela con los maristas, entre setecientos estudiantes era uno de sólo cinco niños judíos: tenía que presentarse al catecismo, adonde llevaba sus propias lecturas; su primer libro elegido, Los tres mosqueteros, estaba prohibido. Cuando en otro tiempo fue enviado a una academia militar en Estados Unidos, se negó a marchar con un rifle por parecerle “una completa estupidez”: todos sus compañeros cadetes se graduaron como oficiales, él fue el único que egresó como soldado raso. A los trece o catorce años, Gerhard Herzog, un querido amigo de su padre, le regaló un equipo fotográfico con el que produjo sus primeras tiras de contactos; cuando a los treinta y ocho años anunció que había decidido dedicarse profesionalmente a esa actividad, don Ernesto Meyer se opuso y sufrió un intenso vértigo; pretendía que su hijo se dedicara a algo más serio que le asegurara un buen sustento a su familia: fue Gerhard quien persuadió a su camarada de que la cosa no era tan grave.
Mas Pedro no sólo discrepa. A la vez que se identifica con esa oveja negra, lleva a cabo el fotograma. Como en cada una de esas cientos de miles de ocasiones posteriores, en esa primera oportunidad su mirada tras la lente (situada en el perímetro exterior de la bucólica maternidad) se ubica en el mismo punto donde siempre estuvo su padre, ora exiliado, ora viajero. Rizoma de esa luminosa película epidérmica que de ahí en más arropará a la persona de Pedro, en presencia y en ausencia de su papá, como también más allá de él, y cuyos alcances personales y profesionales serán cada vez mayores hasta llegar a la escala insólita de proyectos como ZoneZero y Herejías, capaces de corroer los cimientos mismos del status quo fotográfico de su tiempo. Diáfana piel que Pedro siempre habrá insistido en compartir con otros mediante el impulso y la promoción de la fotografía, de los fotógrafos y del fotografiar, no meramente como una técnica, un arte o un recurso social, económico o político, sino como una apuesta existencial. Con la mediación de la lente y la pantalla, la oveja negra ha transmutado en el mago que hoy preside ese horizonte abierto que es www.pedromeyer.com
Coyoacán 2004 © Pedro Meyer |
NOTA: El presente texto condensa algunas de las ideas vertidas por mí en “Negro. Oveja. Mago”, ensayo introductorio del volumen Herejías (Lundwerg, Barcelona, 2008) que forma parte del proyecto Herejías.
Benjamin Mayer-Foulkes
bmayer@17.edu.mx
Septiembre, 2008
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Benjamín Mayer-Foulkes, Psicoanalista, investigador y gestor cultural. Fundador
de 17, Instituto de Estudios Críticos (www.17.edu.mx). Maestro en Teoría Crítica por la Universidad de
Sussex, Doctor en Filosofía por la UNAM. Sus trabajos sobre psicoanálisis, filosofía, historia y arte han
sido publicados en español, inglés, italiano, francés y portugués. En el ámbito fotográfico es reconocido
como uno de los exponentes internacionales del debate sobre la fotografía realizada por ciegos. |