La memoria
María
Angela Cifuentes
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Danza
de la bocina. Hugo Cifuentes
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Tengo
ahora una mezcla de sentimientos mientras escribo sobre papá.
Varias veces me he preguntado cómo empezar este relato para
describirlo a través de los recuerdos de vivencias en la
intimidad y de sus búsquedas a través del arte.
Flotan
dentro de mí sensaciones que tuve mientras crecí junto
a él y también al pensarlo ahora. Me miro a través
de los recuerdos de momentos donde el amor y la admiración,
así como el miedo y la ira se entrecruzaron al sentir y vivir
su fuerza y su complejidad.
Papá
tuvo un espíritu sumamente crítico dentro del medio
y en el tiempo en que vivió; con rectitud y honestidad en
el trabajo, en la creación y también en la vida para
mantenerse leal a sus principios éticos; de un juicio duro,
que bien despertó provocación como también
miedo u odio contra la falta de voluntad del medio para generar
cambios y vencer el conformismo de seguir en los límites
regionales.
También
está en mi memoria el padre hermético y distante para
entregar sus afectos, de un juicio severo sobre nuestra vida, quien
quiso generar en sus hijos un espíritu crítico, aunque
muchas veces su propia palabra caló profundo sobre nuestra
sensibilidad.
Soy
la última de sus hijos; viví una etapa importante
de su vida artística, sobre todo en la fotografía;
en otros momentos claves aun era muy niña, sobre todo cuando
fue pintor y tuvo un papel protagónico en movimientos contestatarios
dentro de las artes plásticas del país.
Puedo
hablar de papá a través de mis recuerdos, de sus búsquedas
en la fotografía, muchas de las cuales también las
he ido entendiendo en el tiempo, mientras he querido saber sobre
su pasión por la creación artística.
Sin
ética no hay estética, pensaba papá, por eso
su entrega al arte tenía un fundamento ético para
buscar siempre nuevas formas y contenidos dentro de la pintura,
el dibujo, el collage y la fotografía. Un discurso nacionalista
heredado en el país de un arte social e indigenista de los
años treinta reivindicaba lo propio como una
causa perdida.
La
representación de la figura humana en las artes plásticas
mostraba al hombre del país como un ser abatido y vencido,
envuelto en un sentimiento de llanto y de dolor. Papá concebía
a la realidad como algo viviente y a la vez cambiante, y la creación
está por ello en constante cambio.
La
riqueza cultural del país está en su memoria histórica
que el artista debe concebirla para extraer los elementos con los
cuales crear significados propios. A través del estudio de
la simbología ancestral, papá trabajó con la
pintura y el collage dentro de una formulación conceptual.
Luego,
con la fotografía documental, su intención fue mostrar
la realidad cultural del país rica en su diversidad de tradiciones
y vivencias que se expresan en cada una de las manifestaciones del
hombre. Por eso, lo bello de su trabajo fotográfico reside
en la forma cómo papá se introdujo en la interioridad
del país para captar el contenido de las vivencias y de las
emociones en ritos y en la cotidianidad
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El hombre común es protagonista de su tiempo, cargado de memoria
histórica y expresividad en cada uno de sus actos, desde el
espacio interior, donde el hombre vive y trabaja, como en El
peluquero de "La Esperanza" (1983) o en Petra
y la Claraboya (1984), hasta en la fiesta y en la religiosidad.
Precisamente,
la fiesta y la religiosidad son claves en la vida de pueblos y comunidades
del país, sobre todo en la serranía, donde papá
realizó buena parte de sus fotografías. La fiesta
mantiene la tradición de la vida comunitaria en las culturas
andinas, en las que la danza y la música son elementos para
la participación colectiva. Buena parte de las fiestas están
relacionadas al calendario católico para el festejo de un
santo patrono, así también el fervor religioso en
la Semana Santa a través de las procesiones.
Papá
conocía del gran significado que tienen la fiesta y la religión
en la cultura popular. Sus fotografías muestran, por ello,
momentos de esplendor y de sentimiento en el festejo y en la devoción,
como en Danza de la bocina (1978), o en Procesión
(1980).
Veo
a músicos en sus imágenes y tengo rápidamente
una relación muy personal en la vida con papá. Parte
de su vida se dedicó también a la composición
musical, por lo que músicos y danzantes fueron recurrentemente
personajes de sus fotografías y dibujos.
Papá
consideraba lo creativo de la imagen en lo que ella suscita para
ver más allá de lo visible; cómo el absurdo
o lo banal del instante cotidiano puede transformarse en algo insólito,
inaudito. Lo maravilloso de varias de sus composiciones es también
la dosis de humor e incluso de picardía que depositó
en ellas, valiéndose de un título sugerente que invita
al observador a mirar el orden de las cosas de una manera diferente.
Siempre he guardado por ello una gran fascinación por Pudor
(1984).
Papá
trabajó en la fotografía gran parte de su vida, primero
con el retrato en el estudio fotográfico que abrió
muy joven en Quito, y con el trabajo documental, en lo que se concentró
sobre todo hacia mediados de los años setenta y en los ochenta
luego de haber dejado la pintura. Recuerdo, sin embargo, que fue
en los años ochenta cuando tomó un fuerte vigor en
lo documental.
Fue
precisamente el tiempo cuando compartió con fotógrafos
de otros países latinoamericanos las perspectivas y los alcances
de la fotografía creativa en América Latina. Intercambió
experiencias e ideales con otros colegas, entre ellos Pedro Meyer,
Graciela Iturbide, Mario García Joya (Mayito), María
Eugenia Haya Jiménez (Marucha). Compartió también
con fotógrafos ecuatorianos el deseo de impulsar una nueva
concepción y tratamiento de la fotografía dentro del
país.
Esto,
en verdad, tuvo gran importancia debido a momentos claves que antecedían
en su vida artística. Por un buen tiempo, papá se
mantuvo separado de cenáculos con artistas e intelectuales
en Quito, luego de una fase sumamente activa en la que él
protagonizó varios hechos en la historia de la plástica
del país, en sus tiempos como pintor.
Papá
promovió la conformación del Grupo VAN (Vanguardia
de Artistas Nacionales) y la elaboración del Manifesto como
movimiento de vanguardia, durante el año 68, así como
la Antibienal de Pintura como una acción contra la Bienal
de Pintura, precisamente a contracorriente de formas establecidas
en las que había caído la plástica del país.
Luego de la disolución del Grupo VAN, fue un tiempo de separación
absoluta para él al decidirse trabajar solo.
En
su crítica, papá era absolutamente radical. Así
como podía entregarse hacia cambios de criterios dentro del
arte, podía asimismo retirarse y mantenerse completamente
reticente a la prensa y a la crítica. Muchas veces le vi
negarse de una manera tajante a dar entrevistas u opiniones públicas.
Su retiro mismo fue una forma de crítica contra la mediocridad
de instituciones culturales del país, que estancaban cualquier
deseo de transformación de los criterios estéticos
vigentes; así también contra la falta de convicción
de colegas artistas e intelectuales para generar cambios concretos.
Al
emitir sus criterios sobre la labor de artistas papá fue
concluyente; bien reconocía la profundidad del trabajo de
ciertos artistas, o no escatimaba en separarse de quien él
veía haber caído en el dogmatismo, o simplemente dejaba
que su indiferencia diga más que las palabras.
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El
peluquero de "La Esperanza".
Hugo Cifuentes
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Petra
y la claraboya.
Hugo Cifuentes
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Procesión.
Hugo Cifuentes
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Pudor.
Hugo Cifuentes
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Compartir
deseos y expectativas con otros fotógrafos a inicios de los
ochenta fue para él la posibilidad para emprender cambios
en la fotografía del país. Junto con otros colegas
ecuatorianos, papá conformó en el año 82 la
Sección Académica de Fotografía de la Casa
de la Cultura en Quito. El fin era, precisamente, fomentar el trabajo
creativo en el país, y abrir las posibilidades de diálogo
e intercambio con fotógrafos extranjeros.
En
ese año, papá llevó a cabo con mi hermano Francisco
el ensayo Huañurca con el que obtuvieron un año después
el premio Casa de las Américas en Cuba. Huañurca (palabra
quichua que en español significa Ha muerto), encierra de
una manera poética el tema de la muerte al seguir paso a
paso el entierro de un pequeño niño indígena
de la comunidad de Otavalo. La fotografía de papá
que lleva el nombre del ensayo, recoge de una manera delicada el
sentimiento al dar el último adiós a la pequeña
criatura.
Este
premio y la publicación de su libro Sendas del Ecuador en
México por el Fondo de Cultura Económica, en 1988,
cierran un contenido importante en la trayectoria del trabajo de
papá con la fotografía documental. Con este libro
su obra documental fue expuesta por primera vez de una manera amplia
y detallada. El libro viene a ser también una antología
de su trabajo, pues, pocos años más tarde de su edición
papá decidió retirarse por completo de la fotografía.
Siempre
he pensado que su vida artística tuvo un movimiento cíclico;
papá dejó la fotografía para regresar a la
pintura y al dibujo, las que dejó en algún momento
para dedicarse a la fotografía documental. Creo, sin embargo,
que papá logró con la fotografía el deseo que
llevó siempre consigo: dar cambios concretos en el arte del
país. Con su obra y con su impulso, papá generó
definitivamente un nuevo tiempo en la fotografía ecuatoriana,
convirtiéndola en una disciplina creativa.
Las
emociones pueden más que la cabeza cuando recuerdo mi vida
con papá en la intimidad. Tantas veces me enredo en los recuerdos
que me hacen sentir el deseo de afecto y cercanía y me ofusco
al querer describirlos. Los últimos años junto a él
fueron para mí de una confusión de sentimientos. De
verlo viejo y cansado cuando dejó la fotografía y
regresó a casa; de verlo aislado en su habitación
que siempre fue su pequeño cosmos; de recordarlo allí
mismo dibujar y pintar hasta cuando el pulso de su mano iba perdiéndose,
y de sentir luego que la enfermedad fue tomando curso sobre su cuerpo
y su mente.
Su
personalidad arrasante me intimidó por mucho tiempo en mi
vida; bastaba una mirada o una palabra suya para oprimirme en el
error o en el absurdo de cualquier comentario. Nunca pude traspasar
aquella coraza que lo envolvía, que lo hacía hermético
y distante. Cuántas veces me hubiese gustado hablarle de
mis desgracias o de mis logros, de poder sentir su presencia para
compartir cualquier dolor que me afligía, libre de expresarlo
sin el temor sobre mi propia equivocación; de sentirle cerca
también en la enfermedad, en cualquier quiebre de profunda
necesidad afectiva. Su voz se hizo viva en la crítica para
reclamarnos un criterio propio, de no caer en la mediocridad del
medio, aunque muchas veces pudiera opacarnos con el peso de su propia
palabra.
Todavía
se despiertan muchas de sus palabras como chasquidos en mi memoria;
siento calidez como escalofrío cuando recuerdo, con ánimo
y a la vez con censura, decirnos, «no quiero genios como hijos,
quiero humanos»; también su voz pudo, por múltiples
ocasiones, pisar sobre cualquier castillo hasta convertirlo en arena
y poner en duda nuestra capacidad para lograr algo concreto
Papá
fue precisamente la fuerza y la rebeldía para enfrentar la
adversidad del medio, la fuerza y la sensibilidad para la creación,
como también esa dureza y esa distancia afectiva que marcó
nuestras vidas en casa. Sentí como un torbellino dentro de
mí cuando la enfermedad fue consumiendo su fuerza; de sentir
que su memoria iba silenciándose día a día;
de sentir la fragilidad de su cuerpo en el abrazo al despedirme
de él en Quito antes de partir a Alemania, de quebrarme al
mirar en sus ojos el vacío.
Papá
tenía 76 años y yo 32 cuando se fue para siempre.
Son ahora dos años de su muerte. No ha sido fácil
percibir que aun hay temor dentro de mí; de sentir que el
tiempo parece ablandar o adormecer los dolores, pero en cualquier
momento los recuerdos vuelven a despertar emociones y pueden llevarme
incluso al ocaso. Papá está ahí en todo ello,
en lo que fue y en lo que creó, en los sentimientos que llevo
conmigo, en los recuerdos que me hacen tenerlo presente, allí
mismo, donde la memoria me devuelve a ellos.
María
Angela Cifuentes
marzo 2002
macifuentes@gmx.net
maria-angela@cifuentes.de
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