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Un intento de explicarse por qué el arte de los media tiene un peso tan elevado en el campo del arte actual exigiría, de seguro, desplegar un considerable número de razones: ellas, del más variado orden. No obstante, no se trata de un intento inútil. Mucho menos si tomamos en cuenta que concierne a profundas modificaciones de la práctica, la distribución y el consumo del arte en la contemporaneidad. De todos modos, aquí nos interesa, más que realizar un inventario de esas razones, detenernos en el punto de encuentro de algunas de ellas, quizás las fundamentales. La crisis de la idea del arte como un lenguaje absorto en sí mismo -volcado sobre la investigación de sus elementos "puros", es decir, formales, que tuvo su apoteosis con la expansión del abstraccionismo-, se manifiesta en la década de los años sesenta del siglo XX y da al traste con la larga hegemonía del paradigma pictórico. En la proliferación de nuevos modos de construcción de la experiencia artística vendrían a contribuir decisivamente: un medio tecnográfico de centenario uso como la fotografía, que no había logrado un status canónico pese a su insistencia permanente por producir arte y su relativa inclusión en el territorio estético modernista, así como el entonces balbuciente video. Los años sesenta-setenta representan el momento en que, visto el asunto desde una perspectiva histórica, el arte de Occidente problematiza definitivamente su anclaje secular en las nociones de estilo y de métier; su reducción a una suerte de práctica artesanal culta y especializada hasta el nivel individual inclusive y, en consecuencia, creadora de artefactos suntuarios. El problema que se presentaba entonces era, más que vincular al arte con la vida -al fin y al cabo, una aspiración vanguardista que tuvo en la Bauhaus y el productivismo ruso sus dos motores principales y en el desarrollo del diseño moderno su mejor fruto-, investigar las relaciones entre uno y otra. En unas circunstancias en que los medios tecnográficos habían alcanzado el lugar determinante en los modos de constitución de la experiencia por imágenes visuales del hombre contemporáneo; en que, a su vez, esa específica experiencia se había convertido en una forma fundamental de los vínculos del hombre con el mundo, la práctica de las artes visuales se volcó, con una atracción sin precedentes, hacia la exploración de esos medios. Por un lado, ello significaba un desafío a las jerarquías predominantes hasta el momento en el campo del arte: era una manera de situarse en los márgenes de la institucionalidad y sus afectos históricos; por otro, el trato directo con las imágenes tecnológicas brindaba posibilidades inéditas de asumir, desde el arte, los nuevos retos culturales: emplazar la cultura moderna y sus discursos legitimadores. La fotografía y el video se convertirían, en lo sucesivo, en medios de uso creciente en la práctica del arte, a los que se agregarían en la pasada década los heterogéneos procedimientos y soportes digitales; todos en diversos contactos con el cine y la televisión. En consecuencia, el papel protagónico que tienen los media en el campo del arte actual es una manifestación del cambio de la episteme de la cultura moderna, entre cuyos múltiples rasgos se cuentan: los intercambios sostenidos entre la industria de la cultura y el arte culto; la desvalorización del carácter único e irrepetible de la obra de arte -no sólo a causa de su reproductibilidad técnica, como diría Benjamin, sino de su posible naturaleza técnica- y la mengua del aura a una característica temporal, espectacular, de la obra de arte dentro del dispositivo de la exposición.
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