El
Perro
QuickTime audio 293K
En
el pueblo de Santa Ana de la Palma, en el municipio de San Felipe del
Progreso, rondaba un hombre no muy viejo por las calles del pueblo.
Nadie sabía su nombre pero todos le llamaban "el perro",
porque a pesar de no tener oficio alguno nunca le faltaba comida y,
mucho menos, buenos tragos para mantenerse borracho todo el tiempo,
para sorpresa de los pobladores, quienes se preguntaban de dónde
podría sacar tanto dinero para tener lujos que sólo eran
dados de gente trabajadora y, quizás igual de alcohólica
-por qué no-, pero trabajadora al fin y al cabo.
En el pueblo corría el rumor de que el perro había hecho
un pacto con el diablo. Viejos, niños y comadronas contaban que
un día el diablo se le apareció al peculiar personaje
en la cueva que se halla a las orillas del pueblo, advirtiéndole
que se lo iba a llevar la parca si no le llenaba la cueva con almas
que pudieran alimentar su existencia, de lo contrario jamás volvería
a ver la luz del sol -la cual sólo le servía para calentarle
la cabeza mientras se descansaba la cruda del día anterior. A
pesar de tal advertencia, el señor diablo se había mostrado
generoso con el perro, ofreciéndole como trueque no sólo
respeto a su vida, sino muchísimo dinero para que le diera el
uso que mejor le acomodara.
Tiempo después comenzó a notarse en el pueblo una misteriosa
y repentina desaparición de personas. Se esfumaban sin dejar
rastro alguno o mensaje para padres, enamorados, amigos o enemigos,
ya fuera para entristecerles o alegrarles con la buena nueva. Cualquiera
desaparecía así nomás. Igual el panadero -quien
desde hacía tiempo le había dicho a todo el pueblo que
se iba a robar a la Justina Sánchez, hija mediana del capataz
de la mina de Tlalpujahua-, que la esposa del peluquero, Evarista, -esa
que regalaba sonrisas a todo el mundo: se sentaba en el sillón
en el que su marido cortaba el cabello a los desprevenidos que deseaban
mejorar su apariencia, a fin de conquistar a cualquier muchacha durante
los días de plaza en el pueblo. Aunque en el pueblo los clientes
nunca encontraban otra sonrisa que la de Evarista, por eso siempre regresaban
con el peluquero, pues de paso podían mirar a su mujer, tan linda
ella. Mientras, hombres y mujeres seguiían desapareciendo, el
perro gastaba dinero a todo bolsillo, el cual parecía no tener
fondo.
Un día el perro tomó tanto pulque*
con Don Francisco Flores en la trajinera La Lupita que, totalmente atarantado
y con ganas de seguir empinando el jarro, tomó en compañía
de Don Francisco el camino al puente de La Palma. En ése andar
se encontraban cuando de la propia boca de el perro salió el
gran secreto. Don Panchito escuchó cómo el amigo que tenía
frente a sí se robaba a las personas para entregárselas
al diablo de la cueva de Santa Ana y que a cambio, le daba dinero, dinero
con el que le invitaría los próximos galones.
Al escuchar tal declaración, y a consecuencia de su estado etílico,
lejos de sentir cualquier temor Don Francisco sólo pensó
en vengar la probable muerte de Carlitos, su ahijado, quien al igual
que muchos pobladores había desaparecido repentinamente sin dejar
rastro alguno, siendo arrebatado de los brazos de sus compadres el día
en que lo llevaron ante la "terratenienta" para que le diera
su santa bendición, como lo dictaban las buenas costumbres cristianas
de aquel pueblo. Así, Don Francisco quiso aprovechar la borrachera
de el perro -que era mayor que la suya propia- para "quebrárselo"
y darle de esta manera un buen uso y estreno a la pistola que tan orgullosamente
presumía en el cincho.
Francisco Flores tomó el revólver, jaló con decisión
el gatillo, y se fue para atrás ante la sorpresa de que la pistola
recién adquirida no funcionaba, lo cierto era que el diablo había
protegido al perro ante el peligro de la muerte. No obstante, Don Francisco
se hizo de golpes con aquel asesino, y aunque en un principio sus puños
no ocasionaron ningún efecto a comparación con los propinados
por el protegido del diablo, bastó un momento de vértigo
-que sólo concede el pulque en exceso- y un diabólico
descuido, para que Don Panchito, cuentan las sabias lenguas, dejara
caer una enorme piedra en la hueca cabeza del vagabundo, desconchinflándosela
para la eternidad y poniendo fin a su pacto.
Ahora sólo yace una cruz sobre el puente de La Palma, colocada
en fecha similar a las decenas que hay en el cementerio municipal, en
memoria de aquellas personas que nunca más fueron vistas en el
pueblo.
*Pulque,
una bebida fermentada de la época precolombina hecha del maguey.
Tradición oral mazahua contada por el niño Sergio Méndez
de la comunidad del Porvenir, Estado de México.