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por Juan Antonio Molina
 

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IV

Si vamos a aceptar el protagonismo de la imagen en la constitución del relato histórico, tenemos que aceptar también la relatividad del relato histórico. Y tenemos que aceptar que se está dando una relación dialéctica entre la necesidad de creer en la imagen y la poca credibilidad de la imagen.

Por ejemplo, tenemos la proliferación de páginas en Internet en las que se cuestiona la veracidad de la información que se distribuyó oficialmente a partir de los sucesos del 11 de septiembre. Esas páginas se ofrecen como ejercicio de resistencia ante el modo casi obsesivo con que se ha involucrado a la gente, ya no en la Historia, sino en una historia construida desde los medios. Pero el medio mismo es ya portador de la desconfianza. La desconfianza es parte de la identidad del medio. Esto hace que no parezcan menos confiables las versiones oficiales que aquellas dirigidas a minar o socavar su credibilidad.

Si todavía es necesario discutir sobre la credibilidad de los medios es porque seguimos creyendo en los medios. Si todavía es necesario discutir la poca verosimilitud de la fotografía es porque seguimos creyendo en la fotografía, es porque sigue siendo eficiente. Es eficiente incluso aunque no creamos en ella, pues su capacidad de persuasión está más allá de la desconfianza que provoca. En todo caso esto nos da una pauta para mantener la discusión sobre la relación entre realidad y fantasía o entre historia y ficción o entre historia e imagen.

Jean Francois Lyotard, en su ensayo La postmodernidad explicada a los niños, habla de la postmodernidad en términos de aniquilación de los metarrelatos que tienen que ver con la historia y la misión progresiva de la historia (el paradigma del sujeto ilustrado, el paradigma de la tecno-ciencia o el paradigma moral-religioso de raíz juedeo-cristiana).1 Él llega a señalar uno de los momentos de aniquilación de estos metarrelatos en el llamado “holocausto” ocurrido en la segunda guerra mundial. Es para él un momento en que se liquidan estos paradigmas que deberían haber propiciado la reivindicación del sujeto moderno.

 

Es posible que los sucesos del 11 de septiembre no tengan la magnitud real, y ni siquiera la magnitud simbólica de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera en términos de espectáculo podría equipararse la contemplación de esos hechos en la televisión con el descubrimiento y la publicación de las imágenes de los campos de concentración nazis. Sin embargo, es muy probable, que la capacidad de impacto visual haya sido mejor administrada en el 2001 que en 1945. Y en consecuencia, la eficiencia del mecanismo retórico de estas imágenes sea más constatable. Finalmente es muy posible también que esté funcionando un aparato de sustitución, mediante el cual el impacto de un hecho representado, transmitido y reproducido en la actualidad borra el impacto de otro transmitido hace 60 años.

En todo caso, los sucesos del 11 de septiembre de 2001 vienen a exhibir de una manera un poco más explícita el cómo esos paradigmas están siendo sustituidos por otros relatos, construidos, distribuidos y mantenidos desde y por los medios de masas.

El manejo mediático de la iconografía es un ejemplo de la repercusión y la reelaboración de la crisis de la modernidad y de los metarrelatos de la modernidad. Demuestra la manera en que estos relatos son aprovechados, reasumidos y reciclados por parte de los medios de masas. Esto nos obliga también a entender la postmodernidad como un momento lleno de residuos. Es un momento lleno de detritus de la modernidad. Y esos residuos, estos restos de lo moderno, que se mantienen en el mundo de las artes, son reciclados, reabsorbidos y reevaluados en la cultura de masas. Y eso es parte también de la efectividad de los medios de masas.

Si mucha de la gente que veía la CNN o la BBC el 11 de septiembre creía estar asistiendo a una representación o una película de Hollywood, es debido a esta efectividad de los medios que se basa en la confusión entre realidad y ficción. Lo que Baudrillard llama el espacio de lo hiperreal, se puso aquí de manifiesto en toda su capacidad de convencimiento y de confusión. El espacio de lo hiperreal es finalmente el espacio en el que la imaginación de hecho antecede a la historia y a la realidad. En consecuencia el escepticismo ya no está tanto dirigido hacia la imagen como hacia la realidad. A la certeza que arribamos es que toda nuestra experiencia de lo real está mediatizada e intervenida. Entonces ya resulta incluso mucho menos desgastante desconfiar de la realidad que desconfiar de la imagen. Desconfiar del carácter puro, directo y absoluto de nuestra experiencia de lo real. Desconfiar, en conclusión, de toda la metafísica que había rodeado históricamente nuestra experiencia de lo real.

 


1. Véase Jean-Francois Lyotard. La postmodernidad (explicada a los niños). Barcelona, Gedisa, 1987

 

Juan Antonio Molina
juanmolinac@prodigy.net.mx

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