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Las fronteras |
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Antes de mudarme a la Ciudad de México vivía en Silver Lake, el
barrio angelino donde crecí y que ahora aloja a una curiosa mezcla
de gays, mexicanos, asiáticos de varias nacionalidades, jóvenes
familias blancas y yuppies y una muchedumbre de veinteañeros bisexuales
tatuados, perforados y generalmente fascinados por cualquier moda
exótica o primitiva, o las dos cosas. Si en algún lugar me siento
en casa es ahí, probablemente.
Pero encuentro también que me siento como en casa en la Ciudad
de México, la aglomeración urbana más grande del mundo -descrita
perfectamente por el fotógrafo Pablo Ortiz Monasterio como La última ciudad-, donde viví en la calle de Veracruz, de la colonia Condesa,
emparentada un poco con el distrito de Silver Lake por su curiosa
mezcla de gays, judíos y una variedad de mexicanos blancos, parejas
de jóvenes yuppies y una muchedumbre de veinteañeros bisexuales,
tatuados, perforados y generalmente fascinados por cualquier moda
exótica o primitiva, o por las dos cosas (a esta lista debo añadir
que, en los fines de semana, una multitud de familias jóvenes,
humildes, de origen indio en su mayoría, incluyendo abuelas, padres
y madres, numerosos niños, así como bandas de adolescentes igualmente
pobres en diferentes etapas de la rebeldía -heavymetaleros, postpunks,
hippies tardíos, etc.,- cruzan por la avenida Veracruz para visitar
alguno de los tres parques más hermosos de la Ciudad de México).
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Es en lugares como éstos donde me siento en casa, y actualmente
hay muchos lugares así en las fronteras. Y por "fronteras" quiero
decir la región por la que he viajado durante el último año y
medio: la mejor parte de los Estados Unidos y México, tan lejos
al sur como Chiapas y tan lejos al norte como Wisconsin.
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El libro que estoy escribiendo trata de indios, pentecostales,
fugitivos sexuales de varias tendencias, niños de la calle, brujas
y rebeldes de varias clases. En realidad, y aunque yo no soy ninguno
de éstos, he andado con ellos tanto tiempo como para saber que
prefiero su compañía a la de las parejas de yuppies, y esto dice
algo sobre quién soy. Estas gentes, todos ellos, en el sentido
más amplio, son migrantes: han empacado y abandonado un hogar
por otro -en varios planos: físico, sexual, político, cultural,
espiritual- o se encuentran aún en tránsito. |
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Los migrantes desarrollan a menudo una conciencia múltiple, sincrética,
y por lo mismo poseen personalidades muy dinámicas; son capaces
de cosas grandiosas y a veces terribles. Los "nativos" de los
Estados Unidos quieren ver únicamente lo negativo; los migrantes,
en el mejor de los casos, son usurpadores ("¡nos están robando
nuestros empleos!") o, en el peor, como criminales llanos y puros.
Y, por supuesto, son ilegales o fugitivos porque, después de todo,
los migrantes han roto con una serie de códigos legales y morales,
al menos con aquellos vigentes en la cultura "legal". Para mí
son forajidos en el sentido heroico, ya que las leyes que han
violado son, en mi opinión, hipócritas y corruptas hasta la médula.
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Escribo sobre ellos porque, quienquiera que seas y dondequiera
que estés, no importa tu opinión sobre los "ilegales", quiero
que tú conozcas a esta gente. Creo que ellos tienen algo que decirnos
a todos nosotros. Raras veces su voz se escucha en los medios,
en nuestros debates políticos y culturales, lo que me parece muy
extraño, ya que ellos han estado en el mismo centro de nuestros
debates políticos y culturales.
Así es, las discusiones sobre los "migrantes" de quienes escribo,
en México y los Estados Unidos, son siempre exaltadas. No pretendo
poseer la "verdad" sobre la naturaleza política de la discusión
ni intento que este proyecto apoye a algún programa político en
particular, excepto, claro, el del inmediato desmantelamiento
de todas las fronteras en todas partes. |
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