El carnaval
pues
aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado
donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que
descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores,
saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían
apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad
oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las
concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas
de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores
ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las
alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo
de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en
las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados
en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros
en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era
quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas
abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer
dónde estaba el gobierno. El otoño del patriarca |