Las cabezas Para
estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado
un rincón del dormitorio, el único donde podría
estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer.
Cualquier cosa mala que hagas le decía Úrsula
me la dirán los santos. Las noches pávidas
de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía
inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete,
bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas. Cien años de soledad |